De la revocatoria a la sociedad. Los partidos no son la clave.
Un comentario interesante: redes y partidos
En una publicación anterior, sugerí que la actual coyuntura de revocatoria debía entenderse no como una guerra generada por la derecha contra una gestión de izquierda (difícilmente la de Susana Villarán podría ser considerada como tal), sino como expresión de la resistencia de redes de poder que tienen al Estado como un recurso más y cuyo acceso se habría visto incomodado por el actual gobierno municipal.
En un comentario que me hizo llegar, y que agradezco, Eduardo Dargent se preguntaba qué tan fuertes son esas redes de poder que han arrinconado a Villarán, en buena parte por sus propias falencias políticas –abrirse demasiados frentes, ser culturalmente lejana a la mayoría de limeños, no contar con un aparato político sólido- y por la ausencia de partidos políticos de arraigo popular, como serían el peronismo argentino o un socialismo con comités vecinales y trabajo de base.
El comentario me lleva a plantear dos preguntas, que quisiera abordar en esta ocasión:
¿Las redes de poder que atacan hoy a Villarán son así de fuertes por la ausencia de partidos políticos con bases sociales y funcionamiento institucional?
¿Su fuerza viene de la ausencia de partidos que representen los intereses populares, trabajando con las organizaciones sociales como se esperaría de la izquierda?
Las redes son una forma del poder y los partidos se acomodan
En primer lugar, considero que la cuestión de fondo no radica en la debilidad o la ausencia de partidos.
El fujimorismo, el APRA y Solidaridad Nacional, que son las fuerzas políticas que impulsan esta revocatoria, son partidos. Y lo son en el sentido de competir organizadamente por la dirección de las instancias de poder público.
No serán los partidos que algunos desearían desde un esquema de democracia representativa liberal, pero tienen maquinarias políticas que funcionan y poseen aceptación popular.
Definitivamente hay diferencias entre ellos. El APRA quizá destaca como lo más cercano a un “verdadero” partido desde ese enfoque. Pero a lo que apunto es a que la lógica de la acción partidaria, en sentido estricto, no tendría por qué oponerse a las redes de poder a las que ya hice referencia.
Y es que en nuestra realidad política no hay redes y partidos, como dos ámbitos diferentes, sino partidos en redes. Las redes no son un actor diferente: son una forma en la que se expresan las relaciones de poder.
A esta forma del poder conviene denominarla red porque su existencia atraviesa lo formal y lo informal, lo institucional y lo no institucional, lo público y lo privado, lo legal y lo ilegal, lo partidario y lo no partidario, y da centralidad a los vínculos personales.
Se trata de una organización de las relaciones sociales en torno a los recursos disponibles y en disputa en la sociedad.
El asunto central es preguntarse qué lugar ocupa el Estado como recurso, y cómo sus distintos niveles (desde la secretaría de alguna gerencia municipal hasta el alcalde) son utilizados por los miembros de la sociedad.
Las organizaciones políticas ofrecen la posibilidad de dirigir el Estado y de acceder al uso de sus recursos. No pensemos sólo en dinero, sino también en leyes, asistencia social, obras, encubrimientos, discursos, reconocimientos, entre otros.
Por ello, en principio, los partidos no tendrían por qué oponerse, por el solo hecho de ser partidos, a una institucionalidad constantemente trasgredida o a un funcionamiento del poder público en el que se dice una cosa y se hace exactamente otra. Bien podrían acomodarse a esa realidad y hacerse fuertes con ella, de acuerdo a su eficiencia.
Ese partido ideal puede obtener recursos del narcotráfico, garantizar licitaciones y concesiones a empresas amigas, negociar el silencio o la palabra de ciertos medios de comunicación, presionar por hacer leyes a la medida de intereses precisos, hacer obras que favorezcan a la población que apoya al partido, impulsar programas de asistencia social e incluso hacer reformas muy valiosas en cualquier área de la administración pública.
Puede hacerlo teniendo aceptación popular con cierta estabilidad, formando cuadros políticos, apelando a alguna ideología concreta, teniendo cuadros técnicos eficientes, contando con profesionales en administración pública, en fin, siendo “un verdadero partido”.
Y junto a aquel partido podrían convivir y competir otros partidos, que convivirán armónicamente o competirán con intensidad dependiendo de la red de intereses en las que se hayan ubicado. Por eso no debería extrañar que apristas, fujimoristas y castañedistas coincidan ahora pero puedan competir en otras áreas y circunstancias.
¿Es por la ausencia de una izquierda con arraigo popular?
Tampoco considero que la ausencia de una izquierda con bases sociales y fuerza partidaria explique la forma que toman las relaciones de poder y su expresión en esta coyuntura política.
Tranquilamente podría existir una izquierda que tenga presencia en los sectores más pobres y trabaje con organizaciones sociales, pero que apelando al pragmatismo político tan felicitado últimamente se acomode a los intereses existentes más fuertes, tan sólo que con un discurso en el que aparezcan como prioridad los sectores oprimidos y la justicia social.
Por supuesto, yo no llamaría “izquierda” a una fuerza que sacrifique sus principios por su “vocación de poder” y su moderno pragmatismo.
Pero supongamos que se tratara de una izquierda socialista y con principios. Su práctica seguramente la llevaría a enfrentarse a los intereses que priman hoy en la política nacional y en Lima. Y si su presencia aparece como un cambio en relación a lo que tenemos ahora, sería así en la medida en que transforme las condiciones que explican cómo estamos ahora.
En otras palabras: constatar su ausencia nos debería llevar a pensar en qué tipo de estructura social aquella izquierda estaría llamada a transformar.
Dentro y fuera al mismo tiempo. ¿Inclusión marginal?
Dicho lo anterior, llegamos a una idea que me parece fundamental: es necesario entender las características de la estructura social que está expresándose en esa forma del poder. Insisto en que aquí nos ayudan muy poco los moldes institucionales de otras realidades.
El poder no es otra cosa que la capacidad de realizar mis intereses haciendo uso de recursos a los que pueda acceder en medio de relaciones sociales concretas.
Por ello es necesario pensar en cómo se generan los recursos disponibles, cómo se organizan los accesos a estos y desde qué posiciones nos acercamos a disputarlos.
Hacer aquello es estudiar la estructura social y, en particular, la estructura de la desigualdad social. Si lo hacemos podríamos entender por qué priman tales o cuales intereses y por qué priman de determinada forma.
¿Cómo es nuestra estructura social?
Es una pregunta muy grande para responderla aquí, pero el hecho de que los recursos públicos sean utilizados mediante redes personales que articulan grandes y chicos, nos puede indicar que en esta estructura se opera con inclusiones particulares y exclusiones generales (parafraseo aquí a Guillermo Nugent cuando se refería a la cultura del gamonalismo).
Así, el clientelismo político y la corrupción a pequeña escala son modalidades de inclusión, y lo son también los grandes actos de corrupción y la captura institucional de dimensiones clave del aparato estatal y del orden jurídico por parte de grandes capitales.
La situación parece ser la siguiente: no hay derechos universales garantizados, pero hay vías personales para acceder a la atención del Estado.
Algo similar parece suceder en el plano laboral, donde la denominada informalidad implica a la mayoría de la población económicamente activa en el Perú, en una estructura económica donde el 98% son micro y pequeñas empresas, el 49.9% de los trabajadores están subempleados y el sector servicios explica más del 50% del PBI (según datos del INEI).
Dicho de otra forma, como hay más trabajadores de los que demandan los capitales medianos y grandes, nos inventamos nuestro trabajo. Y la mayoría de la población está en esa situación.
Estamos dentro y fuera del Estado y dentro y fuera del mercado, como diría Quijano. Y a pesar de que es más lo que está fuera, nos imaginamos todo desde dentro. Podríamos incluso extender los ejemplos a la vivienda y a los circuitos culturales.
Ese carácter contradictorio en el que la gran mayoría de nosotros y de nuestras prácticas están fuera de los límites institucionales formales en las distintas áreas de la existencia social es especialmente característico de Lima, aunque no sólo de ella.
Aníbal Quijano buscaba teorizar con el concepto de marginalidad una realidad estructural muy similar en la década de 1960, que encontraba como un rasgo común de la modernización latinoamericana marcada por grandes migraciones hacia las ciudades y un capitalismo dependiente.
Decía “la marginalidad social consiste en un modo limitado e inconsistentemente estructurado de pertenencia y participación en la estructura general de la sociedad”.
Algo así parecemos tener en el 2013 en el Perú, y con especial claridad en Lima.
Saber a ciencia cierta cuáles son las características de nuestra estructura social y su relación con nuestra política, es una tarea urgente no sólo si queremos comprender nuestro juego político, sino también si queremos transformar la sociedad que se expresa en él.
Tenemos un reto académico y político: desde la academia trascender la crónica y el molde extranjero, y desde la política superar la coyuntura.