Sobre el Perú, la Independencia y el optimismo
Es inevitable. Siempre que llegan las festividades de julio, que rememoran la Independencia del Perú, vienen también las grandes preguntas. ¿Quiénes somos, de qué habría que enorgullecernos, de qué lamentarnos? Me sucede a mí, por lo menos. Y todos los años. No es mi intención proponer una respuesta, ni discutir a fondo el sentido de estas cuestiones. Debo confesar que escribo esto en un tono bastante personal, sin ninguna intención de generalidad ni mucho menos de verdad académica. Pero siento que tengo algo que decir. Soy peruano y amo a mi país. Tengo ese derecho.
¿Independencia?
Comencemos recordando algo. Tiene poco sentido afirmar simplemente que el Perú se independizó en 1821. No solo porque la expulsión final de los españoles se consumó en 1824, sino porque es incorrecto decir que la liberación frente a la Corona significó una emancipación genuina para todos los peruanos.
El Perú nace como una república con erre minúscula, pensada y diseñada por una ínfima minoría criolla, que al margen de los heroísmos de algunos insurgentes contra la Metrópoli, no llegaba a ser verdaderamente un proyecto popular ni mucho menos indígena, a pesar de que esta población era la que padeció la Colonia y constituía la abrumadora mayoría. No se liberaron los colonizados, sino los hijos de los colonizadores, la elite local.
Los pocos liderazgos indígenas que lograron hacerse un lugar en las gestas por la Independencia, fueron rápidamente traicionados y expulsados. El Perú lo comenzaron a diseñar, con un lenguaje que nos dejara bien ante los ojos de Occidente (República, libertad, igualdad ante la ley, democracia), un puñado de notables de tez blanca, prácticas europeas y una riqueza basada en la explotación de indios y negros o en la intermediación comercial con España primero y luego con Inglaterra.
¿Qué esperar de una fundación así? Este es un tema bastante debatido en la historiografía, pero la evidencia es contundente, a pesar del relativismo al que nos quieren llevar algunos historiadores. Para la inmensa mayoría de peruanos, indígenas y afro descendientes, la Independencia no significó un cambio sustancial.
Creció la concentración de la tierra y se consolidó lo más deleznable de nuestra tradición histórica republicana, el régimen de hacienda, ese donde el patrón era dueño de tierras y de hombres, como dijera Gonzáles Prada. Vía eufemismos y leguleyadas, se crearon impuestos de los que solo quedaban exentos criollos y propietarios, y del mismo modo se impusieron políticas de trabajo forzado, que rememoraban la mita colonial.
Ante la primera revuelta: represión y muerte. "¡Hay que defender el Estado de derecho y los sagrados intereses de la patria!" Cuántas luchas justas han sido ahogadas en sangre y ahogadas en silencio, ausentes por completo de la historia que nos enseñan y de las fechas que rememoramos.
¿Qué esperar de un país diseñado por criollos europeizados, terratenientes, que creían, como fue común durante todo el siglo XIX, que el Perú no se desarrollaba como un país europeo por tener una masa ignorante e inferior de indígenas con poco sentido de patria -como tuvieron el descaro de reclamar luego de la derrota frente a Chile en la Guerra del Pacífico?
¿República, democracia, ciudadanía, libertad? Nacimos con una Constitución en castellano, que proclamaba la defensa de la Iglesia Católica, que hablaba de soberanía popular pero solo votaban hombres, alfabetos y propietarios -en la práctica, blancos. Un siglo después seguía siendo así. Recién en 1969 se acabó con el gamonalismo –en lo que a la propiedad de la tierra refiere- y desde 1979 pudieron votar los analfabetos. ¿Pero tenemos acaso un país realmente descolonizado?
No se me confunda. No propugno el odio racial, ni planteo la superioridad de una cultura frente a otra, al modo de “abajo Europa, arriba los Incas”. Pero celebrar esa Independencia sin más y caer en ese patriotismo simplón que nos presenta el relato oficial, según el cual nos liberamos todos de los opresores y de ahí en adelante vivimos como una gran comunidad de ciudadanos, es legitimar, casi doscientos años después, la traición, el abuso, el desprecio y las masacres que se han hecho a nombre de la "República" y de “todos los peruanos”.
Un vistazo rápido al presente
Por supuesto, sería falso decir que “estamos igual”. Han cambiado muchas cosas en el Perú. Para bien y para mal. Ciento noventa y cuatro años no pasan en vano. Pero los rasgos fundamentales de nuestra fundación como país, perduran. No por una “herencia colonial” que no dejaremos nunca de heredar, sino porque las formas de poder y dominación tienen hoy un sello colonial que reproducimos todos los días.
No se explica de otra manera que en el Perú actual, según las estadísticas, nacer en un hogar con lengua materna originaria, Quechua, Aymara, Awajún u otra, signifique tener el triple de probabilidades de ser pobre extremo que si se nace en un hogar castellanohablante.
No se explica de otra forma que nuestra patriota elite económica tenga como sirvientes en sus hogares a mujeres de origen indígena y que en sus lujosos barrios sean guardianes de seguridad hombres que escuchan huaynos en casetas de triplay de un metro cuadrado.
No se explica de otro modo que todos los años mueran de frío niños y niñas en las alturas de la sierra sur del país y no sea un escándalo nacional, como no lo fue, ni lo es, que durante el conflicto armado interno, en la década de 1980 y parte de la de 1990, más de la mitad de los muertos y desaparecidos hayan sido quechuahablantes.
A nuestras comunidades llegan los peores servicios de salud, la peor educación y las consecuencias más nefastas del modelo extractivista de desarrollo, que cobra vidas año a año en conflictos sociales, azuzados por transnacionales que nos quieren hacer creer que sin sus inversiones el país se hundirá para siempre.
Optimismo, orgullo, sí. ¿Pero con qué contenido?
Ante esto, ¿qué actitud tomar?, ¿una actitud pesimista?, ¿optimista? Desde que tengo memoria he encontrado que flota en nuestro imaginario una idea de un país derrotado, jodido. Sí, la trillada frase de la novela de Vargas Llosa, en la que el personaje principal se preguntaba sobre en qué momento se jodió el Perú.
Pero seamos claros, esa sensación de frustración tiene sentido que la tengan las clases dominantes, que trataron de construir un Perú oficial basado en mentiras, que se imaginaba blanco, europeo, costeño, moderno, capitalista, desarrollado, con instituciones occidentales que funcionen como en los manuales. El país que se trató de construir sobre la base de tales mentiras ha sido un imposible y lo seguirá siendo. Después de la década de 1980, queda claro que fracasó.
¿Por qué cargar en nuestros hombros con ese fracaso?, ¿por qué el Perú popular, originario, andino y amazónico, el Perú mayoritario, el Perú de autoempleados, de ambulantes, de trabajadores, debería sentirse derrotado, frustrado?
Pero para liberarnos de esa carga no tiene sentido alguno el optimismo vacío o mercantilista tipo Marca Perú. La única manera de superar los complejos coloniales que tenemos empozados en el alma y en la mente es disputar el sentido de patria y darle un contenido sustantivo, con historia real y proyección de futuro.
La idea vacía de nación, donde ponemos un puñado de peruanos exitosos, fotos de Machu Picchu y un montón de platos de comida, no sirve más que para crear una nueva ficción: que este país es hoy de todos, que no es necesario recuperarlo para realmente hacerlo nuestro.
Somos más que paisajes, comida y música valorada por europeos y estadounidenses. Sí, hay que enorgullecernos de nuestra geografía, de nuestra gastronomía, de nuestra diversidad cultural, pero esos y otros elementos de orgullo debemos recuperarlos para nosotros, liberarlos de quienes solo los ven como motivo de lucro y que en su práctica diaria tratan con un profundo desprecio al peruano real.
Es necesario tomarnos con la mayor seriedad la necesidad de construir un relato histórico que sea el de las mayorías.
Pongamos los ojos no en Juan Diego Flores o Gastón Acurio, sino en las luchas ganadas de todos los días; de las mujeres que son madres solteras y que con una fortaleza extraordinaria sacan adelante a sus hijos; de los trabajadores que enfrentaron el miedo a perder el empleo y se atrevieron a formar un sindicato; de los hombres y mujeres que llegaron sin nada a la ciudad capital y contra todo pudieron establecerse y dar a sus hijos la educación y las oportunidades a las que ellos no pudieron acceder.
Desde este heroísmo cotidiano construyamos nuestro sentido de nación; una nación que debe trabajar todavía por su verdadera y definitiva Independencia, una en la que no haya quien se enriquezca del trabajo de otro, ni quien, por su pretendida superioridad, desprecie a otros por su color de piel, por su idioma, por su cosmovisión, por su sexo o por su orientación sexual.
Esa liberación, que tenemos el deber de inventar, de crear, deberá nutrirse de la historia y los saberes de nuestros pueblos originarios y dialogar, de igual a igual, con los saberes de Occidente y de criollos y mestizos. Nuestra Independencia verdadera, la que funde el Perú nuevo, debe ser plurinacional, intercultural y socialista.
Hay un Perú que celebrar, ese Perú digno que no se cansará jamás de luchar por su verdadera libertad.