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jorge barata firmando contrato de la interoceánica (caretas)

La corrupción no es el problema

Sobre cómo entender las noticias de corrupción recientes sin caer en el moralismo o en la frustración institucional

Publicado: 2017-02-10

La corrupción está en el centro de la agenda. La información que se viene revelando, relacionada a los sobornos millonarios dados por varias empresas brasileras a funcionarios peruanos, resulta abrumadora. Hace unos días, un buen amigo me decía: “hermano, son tantos los datos y los nombres, que no sé cómo registrar todo lo que sale”.  

En efecto, es así. Las conexiones entre distintos personajes son tan complejas, que la conclusión rápida que surge es que todo está podrido, que la corrupción es como un cáncer que ha consumido la integridad del sistema político. Pareciera que no hay más que hacer que constatar la debacle. Hasta nuestra capacidad de indignación se atrofia. Estamos como atontados.

¿Pero qué nos dicen estos casos de corrupción? ¿Cómo interpretar toda esta erupción de podredumbre, que aún no termina de brotar?

La corrupción es como la violencia: es un medio

Cuando el año 2010 participé en el colectivo “Ciudadanos de Segunda Categoría”, creado para realizar acciones directas contra el gobierno de Alan García -sobre todo tras el destape de los “Petroaudios”- una de nuestras consignas era: “la corrupción roba, mata y remata”. Apuntábamos al modelo económico neoliberal, que el gobierno aprista defendía con mayor fervor que cualquier tesis de Haya de la Torre.

Pero debo confesar que había siempre una réplica problemática, a la que algunos periodistas recurrían. “¿Es que acaso no ha existido corrupción antes del neoliberalismo? ¿No es también corrupción la coima que le das al policía? La corrupción está en todos lados”.

Y sí. La corrupción no es patrimonio exclusivo de ningún modelo económico, ni de ningún color político. Ya el popular libro de Alfonso W. Quiroz nos mostró cómo la corrupción está presente en toda nuestra historia. ¿Entonces de qué se trata? ¿Instituciones débiles? ¿Falta de partidos ideales? ¿Crisis de valores? ¿Herencia colonial? ¿Castigo divino?

Considero que el quid del asunto está en cómo enfocamos la cuestión. El problema no es la corrupción, entendida como la trasgresión de la ley para el logro de beneficios particulares. La corrupción es como la violencia. Es un medio. Así como sería inútil preguntarnos por qué existe violencia en el mundo, lo sería que nos preguntemos por qué hay corrupción. Pero no sería en absoluto un ejercicio ocioso que la indagación se enfoque en quiénes ejercen la corrupción, en qué contextos lo hacen, buscando realizar qué intereses, mediante qué mecanismos, etc.

La clave no está en las instituciones, sino en la estructura de poder

La corrupción, en tanto medio, es un recurso para lograr determinados intereses que involucran al Estado. Pero el agente corruptor y el propio Estado no son abstracciones. Se expresan en gente concreta, con intereses. Personas con nombre, trayectorias individuales, conexiones, relaciones familiares y personales, etc.

Cuando analizamos el detalle de la información que proviene del caso Odebrecht, como quién se acerca con una lupa a observar los pormenores de una imagen, ya no vemos a un genérico sector privado y a un genérico sector público, sino que apreciamos conexiones entre personas y organizaciones, en forma de red.

En ese momento la cuestión específica de los sobornos pasa a segundo plano. Por supuesto, queremos que los corruptos vayan presos, pero la pregunta central es por qué esos personajes del sector empresarial tienen tantas vías de entrada (y de permanencia) en el Estado. Y es que así como ellos aparecen en la historia, podrían aparecer otros nombres. Como ante un cuarto inundado, uno puede pasarse el día retirando el agua, pero avanzará poco si no descubre el origen de la fuga.

El Estado como una oportunidad de negocio

En uno de los clásicos debates que suelo tener con mi padre, hace poco estuve de acuerdo con él cuando me dijo: “¿te has dado cuenta de que el privado es el que le roba al Estado?, casi nunca sucede al revés”.

El Estado reúne una enorme cantidad de recursos y son múltiples los mecanismos por los cuales el sector privado puede aprovecharlos. Desde la privatización de funciones públicas, hasta la realización de convenios, licitaciones o contratos del tipo APP (Asociaciones Público Privadas), el Estado se presenta como una millonaria oportunidad de negocio.

De forma indirecta, repercuten en el lucro empresarial también la ausencia o la debilidad de la regulación pública en determinadas actividades. Cuando la OEFA tiene poca capacidad de poner multas en materia ambiental, cuando la legislación laboral abarata la contratación y el despido, cuando se permiten fusiones y adquisiciones entre empresas sin ninguna regulación consistente, etc., el privado hace negocios con el apoyo del Estado.

Y bien, desde la década de 1990 hacia adelante, la institucionalidad pública se ha ido acomodando a los intereses privados a un ritmo inusitado y con una mimetización solo comparable a la que se encontraba entre Oligarquía y Estado a inicios del siglo XX. Por eso, más que decir que el Estado se ha retirado de la economía con la aplicación del neoliberalismo, lo propio sería afirmar que se ha puesto al servicio del sector privado. Está muy presente para garantizar su éxito.

Estamos aquí en el marco de la legalidad, por cierto. Determinada concepción de la realidad, la neoliberal, que plantea que el mercado es el mejor asignador de recursos y el garante por excelencia de la eficiencia, por promover la competencia y evitar que el Estado y la política generen un mercantilismo nocivo para la sociedad, prima en el Estado desde entonces y tiene su principal punto de apoyo en la Constitución política de 1993.

Pero las instituciones y el ordenamiento jurídico que las sostiene y las crea formalmente, no brotan de la tierra ni descienden del cielo. Son construcciones humanas que reflejan el estado de las relaciones de fuerza que existen en la sociedad en ese momento. Son producto de una estructura de poder.

En nuestro caso, la década de 1980 nos dejó un movimiento social diezmado, una izquierda dividida, extraviada y estigmatizada, una ciudadanía empobrecida, aterrorizada y completamente desafecta de la política, un empresariado nacional envalentonado y organizado tras el intento de nacionalización de la Banca en 1987 y un empresariado transnacional despótico, interesado en que el neoliberalismo se aplique en nuestro continente sin anestesia y de manera radical.

Fujimori se acomodó eficientemente a ese escenario, se alió con las Fuerzas Armadas y con el capital privado y construyó un régimen que persiste hasta hoy en sus puntos fundamentales, en buena cuenta porque aquella estructura de poder tampoco ha sido alterada en lo sustancial. En un arranque de sinceridad, hace unos años, el politólogo Alberto Vergara, quien de seguro no estaría de acuerdo conmigo en muchos puntos, se refería a esta continuidad del régimen neoliberal (no lo llamaba así, por supuesto) en la fórmula de “alternancia sin alternativa”. Los empresarios tienen un Estado a su medida y gobiernan sin ganar elecciones.

Pero, replicará alguien, ¿por qué recurrir a la corrupción si tienen al Estado en sus manos? La pregunta ya nos permitió dar un paso: es sobre esa estructura de poder que se desenvolverá nuestra historia reciente de corruptos y corruptores. El asunto está en saber qué estrategias tienen los empresarios para lograr tener control constante de nuestro aparato público.

Entramos ahora al segundo trazo de nuestro dibujo: los mecanismos mediante los cuales los representantes del gran empresariado han logrado aquella institucionalidad que les es favorable y que siguen construyendo todos los días.

El Estado empresarial o la captura empresarial del Estado: los mecanismos

No se trata solo de una influencia externa ni de una adscripción de clase de parte del Estado, que requiere del éxito material de la acumulación del capital para sostenerse. Eso es cierto, pero insuficiente. Existen medios precisos de acceso al Estado, que es necesario analizar. Los diversos trabajos realizados por Francisco Durand sobre la “captura del Estado” nos alumbran en este punto. Hagamos una rápida enumeración. Veloz, separada por puntos, sin afán de exhaustividad.

Financiamiento de campañas electorales, tanto presidenciales y congresales como locales y regionales. Presión mediática a través de canales, radios y periódicos privados, de propiedad concentrada y con una línea editorial coordinada con actores empresariales. Lobbies eficientes que conectan a empresas de consultoría, estudios de abogados, asesores ministeriales o congresales, periodistas y funcionarios públicos de diverso nivel, donde se aprovechan, generalmente, las trayectorias comunes en el sector privado. (Es la llamada “puerta giratoria”, pero también consideremos las conexiones familiares y personales que, dentro de un mundo socialmente pequeño y exclusivo, son un recurso valioso).

Agreguemos a la lista, como principal garantía de continuidad, un ejército de técnicos formados en las ideas promovidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que defienden el modelo económico sin reconocer aquello como una posición política y que controlan las áreas centrales de decisión del Estado: son ministros, viceministros, directores generales, directores de línea, etc. La famosa tecnocracia. Son “los que saben hacer las cosas”.

Estos mecanismos de entrada al Estado y de permanencia en él, han configurado, sin duda alguna, un proceso de progresiva y profunda privatización de la acción estatal. Pero no es una privatización clásica, que permite que el negocio se desarrolle a todas luces en su forma legalmente empresarial. Se trata de una privatización velada, consistente en que las prioridades del gran capital se presenten como agenda pública, como interés nacional.

En tanto esta captura avanza, las fronteras entre el sector público y privado se desdibujan e incluso tenemos, por ejemplo, que varios decretos ley del Ejecutivo son redactados en estudios de abogados y que conocidas lobistas, como Cecilia Blume, despachan de forma semanal con el Presidente, como lo denuncia la penúltima edición de “Hildebrant en sus trece”. Kuczynski mismo es un empresario.

Y es sobre la base de esa plataforma que se desarrolla la competencia entre actores privados; competencia que nunca dejó de existir, pero que, a diferencia de lo que los ingenuos (o cínicos) ideólogos neoliberales pensaban, no tendría por qué circunscribirse al mercado, según el irreal modelo de intercambio puro, sino que buscará poner a su servicio todos los medios disponibles para desarrollarse, coimas incluidas.

Si a eso agregamos el carácter concentrado de la estructura empresarial peruana y el fuerte peso de las corporaciones multinacionales, no tendría por qué sorprendernos que la corrupción corra como sangre saludable en el vigoroso cuerpo del Estado neoliberal. Así, de pronto no es podredumbre lo que vemos. Es la verdadera naturaleza de esa felicitada estabilidad macroeconómica y política, sobre la que se sostiene nuestra “democracia precaria”.

Con Estado capturado por el empresariado oligopólico, sociedad civil desmovilizada y recursos públicos cuantiosos, la competencia empresarial tendrá cauces corruptos y la democracia tenderá a precarizarse cada vez más, sin colapsar: y es que recordemos que los golpes o autogolpes se hacen cuando es necesario y si la clase dominante, el empresariado, tiene capturado el Estado, no habría razón para que socave uno de los pocos elementos que le da cierta legitimidad a su dominio. Por supuesto, siempre que la estructura de poder que sostiene todo esto, persista.

Cierre. La constatación evidente y necesaria

Por último, está una cuestión tan evidente que puede pasar desapercibida e, incluso, irónicamente, quedar oculta. Me dirijo aquí, sobre todo, a quienes hablan de “crisis de valores”. Si la corrupción es la máxima expresión de la búsqueda del beneficio individual por todos los medios, pasando por alto consideraciones morales y legales, ¿por qué debería sorprendernos? ¿Qué, si no eso, es lo que se nos inculca todos los días desde el mercado? ¿No es esa la consigna central del mundo de los negocios? ¿No es esa la carta del éxito?

El capitalismo extiende la lógica de lucro a todas las esferas de la vida social. Al individualizar a la persona y poner en el centro de la producción social la racionalidad fría de la acumulación de valor, subordina, si no destruye, las demás esferas de la vida social, de orden no económico. Tiende a poner en el centro, como valor supremo, la búsqueda individual, desmedida, creciente, de beneficio, en medio de relaciones de explotación, donde el otro es solo un medio para mi acumulación de riqueza. Convierte en ley divina el egoísmo, la ambición, el utilitarismo.

Insisto, ¿nos debería, entonces, extrañar la corrupción? ¿Deberíamos esperar que quienes han logrado crecer en esa guerra sin cuartel que es el mercado, se guíen por el honor, por el temor al pecado o por el respeto de una ley que, en Estados como el peruano, incluso ellos mismos elaboran? Hay una gran cuota de hipocresía en defender que la salud o la educación sean un negocio privado y luego indignarse con una coima. Será que se perdona el pecado pero no el escándalo.


Escrito por

omarcavero

Licenciado en Sociología y Magíster en Economía. Docente en la PUCP. Militante del Movimiento Socialista Emancipación.


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Lo estamos pasando muy bien.

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