¿Qué le pasa a nuestra izquierda?
Sobre la frustración, los problemas de fondo y la necesaria refundación
¿Por qué estamos así en la izquierda? Así de fregados, quiero decir. Así de jodidos. Divididos, aislados, con poca iniciativa política. Embebidos en debates, más de una vez, absurdos. Disculparán que hable de un tema de tan poco interés general (aceptémoslo, somos una minoría) pero es una cuestión que vengo reflexionando hace bastante tiempo y considero que algo puedo decir a mis compañeros, al menos a los de mi generación, quienes nos solemos hacer esta pregunta con bastante recurrencia.
Las ideas que vienen no son exclusivamente mías, somos cada vez más los que coincidimos en ellas, pero me atrevo a exponerlas en mis palabras.
La montaña rusa. Entre la alegría extrema y la frustración
Hay algo con lo que siempre bromeo pero que es un asunto, en el fondo, serio. El estado anímico de un militante promedio de nuestra izquierda se asemeja al de un hincha de la selección peruana de fútbol. Algunos pequeños triunfos nos llenan de entusiasmo. Sentimos que todos nuestros problemas han quedado de pronto resueltos, que, al igual que el mundial, “el cambio”, es posible, que estamos cerca. Pero al poco tiempo viene la caída. La persistente crisis nos estalla en la cara de nuevo. Sin piedad. Nunca se fue. Peleas absurdas, divisiones, mediocridad, derrotas, traiciones, etc.
Tanto es así, que con algo más, o algo menos, de 30 años de edad, varios amigos míos de izquierda ya se cansaron. Se “jubilaron”. Es como si ser de izquierda nos exigiera no solo una gran tolerancia a la frustración, sino hasta cierto cinismo. No hay nada que hacer. Mejor reírse y dejar la indignación a los nuevos (hasta que se cansen y manden todo al diablo).
Una breve evidencia de esa montaña rusa emocional, de esa relación tormentosa con nuestro ser de izquierda, la encontramos en los últimos siete años. Logramos la alcaldía de Lima el 2010 desde una confluencia de izquierda y participamos en una coalición que llegaba al gobierno el 2011. ¿Recuerdan cómo se coreaba el nombre de Barrantes cuando hablaba Villarán y la alegría que corría entre todos por haber derrotado a Keiko? Pues bien, tan solo unos meses después del 2011, habíamos sido expectorados por el humalismo y el 2014 salíamos repudiados del municipio capitalino.
El asunto es que para el año 2015 no solo cundía la sensación de crisis total, sino que nos queríamos sacar los ojos. Insultos, acusaciones cruzadas, etc. Más o menos como sucede hoy, aunque con menos cámaras y menos columnas de opinión. Luego, otra vez, vino la ola de entusiasmo con la subida inesperada de Verónika Mendoza en la intención de voto y con su tercer puesto en las elecciones generales del 2016. Subimos y bajamos y subimos y bajamos.
¿Unidad? ¿Renovación? Hay temas de fondo que no queremos ver
Esa inestabilidad permanente nos debe provocar reflexiones que vayan más allá de lo episódico, de lo que dijo o hizo tal o cual. También nos debe volver cautos frente al entusiasmo fácil, frente a la borrachera de la coyuntura. Indica que hay problemas de fondo que no se resuelven.
Mi impresión es que en este asunto se confunden con facilidad las causas y los síntomas. Quizá estemos tratando de sacar el agua de la casa inundada sin lograr controlar la fuga ni identificar su origen. O acaso ni busquemos la fuga.
Son varios los compañeros que consideran que el problema de la izquierda radica en la división y en el enquistamiento en las dirigencias partidarias de personas que pasan los cincuenta años. La consigna parece ser una apelación a la unidad y a la renovación. Y alrededor de esa apelación hay un fuego cruzado entre quienes se consideran pragmáticos y endilgan a los que cuestionan sus alianzas el adjetivo de “puros” y quienes, al parecer, se afirman en principios morales y acusan a los otros de “oportunistas”.
¿Pero qué tenemos al frente? ¿Es un asunto de cultura política, de formas, de tendencias ideológicas? Lo primero que llama la atención cuando uno asume la tarea de reconstruir los pormenores de las peleas intestinas de nuestras organizaciones, es que se explican, principalmente, por alineaciones personales, grupales. Estamos obligados a leer entrelíneas. Antes que escuchar los gritos, ver quién grita, amigo de quién es, qué gana y qué pierde con sus acciones.
Todos apelan a la unidad, todos hablan del cambio que necesitamos, todos dicen que hay que renovar, todos tratan de agradar a la tribuna. Pero uno encuentra que, por debajo del follaje retórico, de “la búsqueda del centro democrático” o “la necesidad de una izquierda consecuente”, generalmente las rencillas giran en torno a tres cosas: quién tiene la inscripción electoral, quién tiene los recursos económicos para una eventual campaña y quién tiene la candidatura carismática.
¿En serio alguien cree que Yehude Simon sería incluido en una alianza de izquierda si el Partido Humanista no tuviera inscripción? ¿Es posible imaginarse seriamente el nacimiento del Movimiento por el Nuevo Perú sin Verónika Mendoza y sin que hubiera probado sus capacidades como candidata? ¿MAS-Democracia podría entenderse sin la candidatura de Gregorio Santos? ¿Alguien cree que Salomón Lerner sería considerado como un actor importante entre algunos grupos de izquierda, si no contara con recursos económicos disponibles?
Llegados a este punto, sé que he provocado dos reacciones. Se me dirá, primero, que no toda la izquierda define sus acciones en torno a lo electoral o, por lo menos, en torno tan solo a candidaturas, recursos e inscripciones. Es cierto. Yo me refiero aquí, sobre todo, a la izquierda partidaria, que busca participar en la competencia política nacional y que se plantea disputar gobierno. Y mi crítica, además, no es moral, sino política. Nadie debe ofenderse.
La segunda reacción, seguramente, es que si despreciamos lo electoral nos quedaremos en la marginalidad y le dejaremos el campo libre a la derecha. Y si esta reacción ha tenido lugar, entonces puedo dar un siguiente paso: intentar ver los problemas de fondo.
No nos hemos recuperado del terremoto, pero nos negamos a aceptarlo
No, el problema no es participar en elecciones. El problema es que hoy por hoy las elecciones han pasado de ser un medio (y es que no son otra cosa, en sentido estricto) a ser concebidas como un fin. Para muchos, la cuestión central es que el izquierdista llegue al poder y no que un proyecto político de izquierda le abra espacios de poder al pueblo.
Parecerá un juego retórico, pero no lo es. Sin arraigo popular real, sin un proyecto a largo plazo, sin una verdadera comprensión del país, sin una identidad propia que pueda ser defendida con orgullo, nuestra izquierda no será una fuerza política, sino únicamente un grupo de personas conocidas, sin más puntos de unidad que el apetito por cargos de sus operadores más eficientes y visibles; es decir, con una unidad tan frágil como el equilibrio de esos apetitos. No representará, en sentido estricto, los intereses concretos de los sectores populares.
Hay algo que varios compañeros venimos diciendo desde hace tiempo y que quisiera repetir acá. La izquierda de hoy no es consciente de la gravedad de la derrota política que sufrió entre la segunda mitad de los años ochenta y toda la década de los noventa. No solo se derrumbó la Unión Soviética, y con ella el referente concreto de que podía funcionar algo alternativo al capitalismo, sino que se derrumbaron también los ideales revolucionarios. En nuestro país, este proceso fue más dramático, pues un grupo terrorista asesinaba campesinos y hacía estallar coches bomba en las ciudades usando todos los emblemas visibles de la izquierda. El estigma queda hasta hoy.
La izquierda partidaria, que había entrado confundida al juego electoral en 1980, acababa la década con un compromiso vital con la democracia liberal: esa que había llamado democracia burguesa o que había concebido como campo de acumulación de fuerzas, pero en cuyas instituciones ahora veía un fin último. Y es que, junto con el abandono de la consigna revolucionaria, se fue dejando de lado también la teoría que permitía a la izquierda, con su enorme diversidad interna, poder plantearse una mirada distinta, propia, crítica, de la realidad: el marxismo.
No se superó el marxismo, no se demostró su falta de vigencia, simplemente se abandonó. Del mismo modo, se abandonó también el vínculo entre la academia crítica y la política de izquierda, que era clave para entender nuestra fuerza política entre los años sesenta y setenta. No debe extrañar, pues, que hoy cunda entre nosotros una amalgama extraña de consignas radicales, razonamientos liberales, sentidos comunes sentimentalistas y un profundo extravío frente a lo que el Perú es hoy. Hay un vacío de por lo menos dos décadas en nuestro pensamiento crítico.
Y mientras estas renuncias ideológicas se daban y nos íbamos definiendo solo por nuestro anti-neoliberalismo y nuestro anti-fujimorismo (¿qué más nos define hoy como izquierda nacional?), nuestros aparatos políticos se iban haciendo cada vez más marginales, se alejaban de los sectores populares y de los jóvenes y se iban fragmentando una y otra vez.
Del año 2000 en adelante, o tenemos partidos sumamente débiles, burocráticos y con dirigencias eternas y vegetantes, dependientes de su presencia (o captura) en algunos gremios; grupos pequeños abrazados a la teoría marxista en su versión más dogmática como carta de identidad y no como herramienta de análisis ni como fuente de creación; o colectivos de activistas, temáticos, muy emocionales y con poca capacidad teórica y organizativa para trascender las acciones coyunturales y para ir más allá de su voluntarismo.
Al 2017 parecemos estar igual, o hasta peor. Acaso la apertura democrática haya significado un ritmo político neurótico para nosotros, donde lo que importa es la elección siguiente y nada más. Con quién me alío, a quién lanzo. Sin embargo, los problemas de fondo siguen ahí y desde el pragmatismo inmediatista, desde esa lógica nociva de pensar solo en la elección siguiente, no parece ser eficiente abordar estas cuestiones. No da réditos inmediatos. Quita tiempo.
¿Formarnos teóricamente y tratar de entender el país? No, eso toma mucho tiempo, la derecha está al frente, compañero. ¿Hacer trabajo de base, empeñarnos en reconstruir el tejido social, estar con las luchas populares, desde el día a día de la gente? No, eso es de puristas, la derecha está al frente, compañero. ¿Construir una propuesta de país de largo plazo, delimitar una identidad propia que nos lleve a chocar con los intereses de quienes explotan y oprimen a nuestro pueblo? No, eso nos resta votos, compañero, hay que ser inteligentes.
Bueno, habría que preguntarnos si tras casi veinte años de ir por el camino corto, hemos tenido éxito. En ese tiempo hemos visto cómo el conservadurismo autoritario se ha ganado poco a poco a los sectores populares, aquellos que sufren el sistema y el modelo económico, pero en cuyos barrios, comunidades y organizaciones, la mayoría de la izquierda no está ni quiere estar. ¿Cuántas de nuestras organizaciones hacen trabajo de base, por ejemplo? ¿Es acaso lo común en nuestras militancias? Hemos visto también cómo seguimos haciendo el ridículo cuando algunos, en nuestro nombre, quieren demostrarles a los dueños del país que no somos una amenaza, que somos “modernos”. Pero nos siguen aplastando.
La necesaria ruptura, la necesaria refundación. Abramos una etapa nueva
¿Hacer algo distinto significa despreciar las elecciones, caer en un purismo dogmático? No. Pero sí significa entrar a ellas sabiendo qué queremos y representando con valentía a un pueblo del cual ahora estamos alejados. De nada sirve ganar el gobierno si no tenemos el poder para gobernar y si no aseguramos que el gobierno sea del pueblo, no de nosotros. ¿O es que se trata de llegar por llegar y aguantar lo que se pueda, sabiendo que el poder real en el país lo tiene un puñado de grupos económicos y mafias?
Es hora de trabajar duro en construir los cimientos de un proyecto de cambio real. Construir poder, formarnos teóricamente, investigar, organizarnos con disciplina y entrega, enfrentar con valentía a los dueños del país, ser capaces de señalar y encarar a quienes viven de nuestro esfuerzo, que lucran con nuestras enfermedades, que se enriquecen con nuestro deseo de educarnos, que nos educan para servirlos. Tenemos derecho a construir un futuro distinto para nuestra patria y para hacerlo no podemos seguir actuando del mismo modo.
Basta ya de medias tintas, de temor, de mediocridad. Necesitamos romper con ese ciclo que tuvo su momento heroico en los sesenta pero que refleja decadencia desde los noventa. Necesitamos un quiebre político, una refundación radical y popular que abra un periodo nuevo. Requerimos una refundación que se enuncie desde nuestra experiencia histórica en curso. Que sea, por tanto, generacional y no solo juvenil. Que sea radical en sus objetivos y en las implicancias de su ruptura con lo viejo.
Necesitamos un proyecto de país de largo plazo, un horizonte revolucionario que despierte las esperanzas de nuestro pueblo y que nos impulse a trabajar con ímpetu por nuestra verdadera emancipación social y por la construcción de una patria para todos y todas, una sociedad sin explotación, plurinacional e intercultural, sin opresiones de género, donde seamos libres y vivamos dignamente.
Si estamos hoy estigmatizados, aprendamos a convencer, comuniquémonos con eficiencia, pero no renunciemos al cambio, no dejemos que nos domestiquen. Si no sabemos cómo organizarnos, si fracasamos en nuestro trabajo barrial y territorial, pues aprendamos y mejoremos, pero no dejemos que nos hagan creer, quienes están bien organizados y tienen control de nuestro Estado, que los peruanos no debemos organizarnos, que eso es propio de otra época, que la política solo se resuelve por votos, o por popularidad en redes sociales.
Desde adentro y desde afuera de las estructuras partidarias, en todo el Perú, nuestra generación comenzará a tomar la forma de una generación histórica, una generación política, que defina el futuro del país, cuando comprendamos que lo idealista es seguir jugando a ser la izquierda domesticada que algunos pretenden como única salida y lo realista es trabajar con decisión en construir una izquierda popular, con identidad y con un proyecto de transformación profunda, que sea capaz de poner fin a la historia de sufrimiento, violencia y hambre a la que pretenden acostumbrarnos los dueños del Perú. A trabajar, entonces.