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fuente: Semana.com

Lo que nos mata no es el virus

Las bases sociales de la crisis y las verdades que saltan a la luz - Parte 2

Publicado: 2020-05-20

En la primera parte de este artículo argumenté que la crisis es un fenómeno social y no biológico y mostré cómo la mercantilización de la salud resulta ser un enemigo más severo que el propio virus. Veamos ahora otros aspectos sociales de esta crisis, relacionados con el empleo, la alimentación y lo que puede venir en el corto plazo.  ¿Cabe hablar de una "nueva convivencia"?

La primera parte puede leerse aquí.

El primer síntoma: el desempleo

Lo que ha sucedido con el empleo confirma mejor que cualquier otro ejemplo la naturaleza del problema entre manos. Las medidas de aislamiento social, en la forma de cuarentenas, obligan a los trabajadores a retirarse del proceso productivo. Esto sucede con la enorme mayoría. Ante ello, la reacción inmediata de los empresarios ha sido el otorgamiento de vacaciones anticipadas, la suspensión sin pago, el despido o el recorte salarial.

¿Por qué? La razón detrás es que, sin trabajo, no puede generarse valor y sin él no es posible la ganancia. No es rentable pagar a trabajadores que no producen.

Esa ha sido la tendencia en todos los países y si bien es posible que en algunos casos su impacto haya sido menor, lo ha sido por la existencia de regulaciones específicas y no sin presión empresarial por acabar con ellas. Sin ningún tipo de regulación, los propietarios de capital preferirían no gastar ni un solo sol o dólar en pagar trabajadores.

Esta fuerte presión por resguardar la rentabilidad en detrimento de los trabajadores responde a que, para la economía capitalista, el trabajador no es más que una mercancía que tiene un precio y un uso. Para la racionalidad capitalista, pagar a un trabajador que no trabaja es tan absurdo como pagar un almuerzo que no podemos comer.

El problema de esto es que el trabajador sin pago no puede soportar mucho tiempo, pues depende del salario para vivir. Los propietarios de capital, por el contrario, tienen recursos suficientes, sobre todo en las grandes empresas, para esperar mucho tiempo sin producir. Se da el caso, entonces, de que la gran masa de trabajadores, que son los productores de la riqueza, se ven empujados al hambre pues quienes han apropiado esa riqueza en sus manos -y que no fue producida por ellos-, ven irracional distribuirla.

Si las medidas de cuarentena son difíciles de sostener, sobre todo en países de la periferia como el Perú, no es tanto por el impacto psicológico del encierro, que no es menor. Lo es, sobre todo, porque ante la falta de dinero para comer, la inanición es un mal más certero que el virus y muchos se ven obligados a buscar ingresos del modo que sea.

Algo similar sucede con quienes ya formaban parte de la economía marginal, dedicados al autoempleo: comercio ambulatorio, transporte informal, etc. Son los sectores de la clase trabajadora que el capital no requiere y que, en su búsqueda permanente por rentabilidad, tiende a hacer crecer engrosando sus filas con los trabajadores que va dejando atrás con cada innovación tecnológica.

En países como el nuestro, el polo marginal de nuestra economía es extenso pues en la lógica global de acumulación, somos importantes por nuestras materias primas y en su extracción se emplea muy poca gente. La existencia de esta llamada población “vulnerable” no es otra cosa que el efecto del desarrollo normal del sistema capitalista y si la vulnerabilidad aumenta por efecto de esta crisis, con los despedidos por el capital, será por la misma causa.

De hecho, en la mayoría de países del mundo, la crisis encuentra a sus trabajadores con inestabilidad laboral, con salarios bajos, sin sindicatos que los defiendan o en la calle, inventándose un trabajo. Todo ello es por efecto de la presión capitalista permanente por flexibilizar el mercado laboral y liquidar al movimiento sindical.

La mala conciencia de la tecnocracia al preocuparse por los pobres y los vulnerables, no es más que la de quien se compadece de la persona que acaba de maltratar y se agacha para limpiarle un poco las heridas. Por supuesto, su empatía termina cuando se propone redistribuir los excedentes para otorgar bonos universales (a menos, claro, que se financien con deuda y entonces el capital financiero internacional sea el que gane y el pueblo sea el que pague).

Cuando hay alimentos, pero gente sin comer

Como vimos, el primer y más inmediato efecto de la cuarentena se siente en el ingreso. Su impacto en la alimentación es directo, pues la vida se resuelve en el mercado. Por lo menos en el ámbito urbano (y cada vez más en el rural), sin dinero no es posible obtener medios de vida; es decir, obtener qué comer. Este es un aspecto medular de la crisis. Si no se garantiza el alimento, no se puede garantizar la cuarentena ni el cuidado de la salud. De hecho, la vida misma no es posible.

La cuestión tiene dos aspectos a considerar. Debe garantizarse que los alimentos se produzcan y que la gente acceda a ellos para alimentarse. La intuición diría que la producción de alimentos se priorice y se aseguren mecanismos de distribución para que la población sobreviva. Es lo que haríamos para sostener nuestra familia. Pero aquella intuición, propia de una racionalidad colectiva que pone en el centro el bienestar general, resulta absurda para la racionalidad capitalista, guiada por el afán de acumulación privada.

En la sociedad capitalista la distribución se resuelve en el mercado. Se produce para vender, no para satisfacer necesidades generales, y acceden a los productos solo quienes tienen dinero. Eso explica la irracional imagen de supermercados llenos de alimentos y gente con hambre fuera de ellos o la existencia de casas vacías y gente durmiendo en la calle. Esta es la normalidad capitalista y existen diversos discursos ideológicos que logran ocultar sus causas, pero en tiempos de crisis la realidad emerge con diáfana claridad.

La pandemia, curiosamente, obliga a hacer visibles a los invisibles de siempre. Dado que el virus puede ser contagiado a través de cualquier ser humano vivo (o recién muerto) la clase dominante y sus representantes políticos se han visto obligados a descubrir a sus propios pobres y a dar algún tipo de respuesta al hambre. En Lima el alcalde de pronto cayó en la cuenta de que existían indigentes y el gobierno central, del mismo modo, notó súbitamente que debía darse bonos para que la población más pobre se alimente.

Pero no solo el carácter temporal de las medidas muestra su nula comprensión del problema, pues seguramente los bonos serán pronto retirados y los indigentes echados de nuevo a la calle, sino que la producción y el acceso a los alimentos es gobernada por la lógica de mercado. En palabras simples: el que produce, el que distribuye y el que vende, quieren ganar. Esto trae varios problemas.

Podría haber hambre habiendo alimentos, si el que quiere comprar no paga lo requerido, y también podría suceder que los que sí tienen para pagar, acaparen los productos, generando escasez o elevando los precios. Todo esto ya lo hemos visto. Del mismo modo, los intermediadores y los vendedores, ante una escasez real o ficticia, podrían tener el incentivo para guardar la producción y así aumentar los precios o, simplemente, vender más caro. También, el incentivo al lucro puede llevar a que los actores de la cadena relajen los protocolos de salud, pues representan costos.

A eso sumemos que los consumidores deben ir físicamente a los centros de venta ante la inexistencia de mecanismos generales de distribución. En resumen, la lógica de mercado y el afán de lucro distorsionan el principio básico que debería primar en una emergencia que requiere atender al bienestar general: que se produzcan alimentos para que la población coma.

En ello, el sistema capitalista muestra su total ineficiencia. No existe tal equilibrio de los egoísmos, como fantasean los seguidores de Friedman. Lo que existe es la depredación del bien común. Y, por supuesto, ninguna medida de cuarentena podrá funcionar con este problema de por medio.

¿La vida no será como antes?

Es común escuchar que la pandemia cambiará de manera fundamental la forma en que vivimos hoy. En el Perú, el presidente ha dicho más de una vez que la crisis ha permitido ver todo aquello que debe cambiar y una comisión de científicos sociales, convocada por el Ministerio de salud, ha publicado un documento donde muestra sus esperanzas por la constitución de una “nueva convivencia”.

Por supuesto, es difícil, si no imposible, hacer predicciones sociales, pero hay razones de peso para pensar que no habrá cambios drásticos en el futuro inmediato si los cimientos estructurales de esta crisis no son alterados. Hablemos del caso peruano. Comencemos considerando la agenda inmediata del gobierno central: la gestión de la crisis y la reactivación económica.

Ante la poca voluntad del gobierno por cuidar el empleo y brindar un bono universal a la población, que permita que el aislamiento social sea radical, la cuarentena ha fracasado en sus pretensiones y el sistema de salud ha colapsado. La respuesta a ese fracaso ha sido echar la culpa a los ciudadanos por no tomarse en serio el aislamiento y argumentar que el Estado padece de problemas estructurales heredados.

En medio de la resignación general, los grupos de poder económico, que ya habían logrado subsidios públicos y permisividad para violentar derechos laborales, han obtenido también que se anuncie un plan de reactivación. Esta reactivación económica enfrentará tres problemas. Uno es la contracción del consumo interno, el segundo la menor demanda internacional y el tercero la incertidumbre. La economía a reactivar lo hará, pues, en un contexto de crisis.

Lo importante a notar aquí es que esa crisis buscará ser resuelta en las mismas reglas de juego capitalistas que ya he descrito, sumadas a las reglas de juego neoliberales: ese conjunto de instituciones y normas que definen el manejo económico peruano desde los años noventa. Podemos predecir, entonces, con seguridad, que no serán los trabajadores los protagonistas ni sus necesidades la prioridad. Será exactamente al revés.

Las empresas que vean reducido su mercado tenderán a despedir o a reducir salarios para resguardar su rentabilidad. Presionarán al gobierno por relajar los protocolos de seguridad y salud, pues resultan costosos. Aprovecharán el temor al despido para aumentar las jornadas laborales. Intentarán liquidar a los sindicatos usando a su favor las restricciones a la acción colectiva y la poca eficiencia de la amenaza de huelga, por el temor de los propios trabajadores al cierre de las empresas.

Del mismo modo, los gremios empresariales arreciarán sus intentos por acelerar la aprobación de medidas de flexibilización laboral, por lograr beneficios tributarios y por imponer medidas menos restrictivas para sacar adelante proyectos de inversión en minería. A esas presiones se sumarán las que vengan de la banca internacional para que el Perú honre sus compromisos, tras el endeudamiento público que ha aumentado durante la cuarentena.

Y, como conocemos bien, esa deuda la pagarán los mismos trabajadores perjudicados por la presión empresarial interna. La historia del capitalismo ha experimentado múltiples crisis y los peruanos hemos vivido esas mismas crisis de forma más dura. En toda esa historia, es el pueblo trabajador el que ha pagado las consecuencias y ha asumido los mayores riesgos. ¿En qué va a ser diferente la vida, entonces?

Decir que, porque usaremos mascarillas durante un tiempo, tendremos temor a las interacciones cara-cara y recurriremos más a las tecnologías de la información habrá cambios sustanciales en nuestro estilo de vida es de una superficialidad escandalosa. Esperar que gobiernos comprometidos con el poder empresarial de pronto tomen conciencia y, plenos de empatía y amor, realicen reformas que quiebren ese poder para mejorar la vida de sus ciudadanos, es aún más ingenuo.

Solo podremos esperar cambios de algún tipo si cambian las bases sociales de esta crisis. Esas bases se encuentran en el sistema capitalista, su forma contemporánea de acumulación y las relaciones de poder que definen la política de nuestros países. De hecho, el propio sistema podría salir fortalecido en el mediano plazo al haber eliminado a una cantidad importante de los adultos mayores, de los que no puede obtener plusvalor y que para su racionalidad significan un costo solo aceptado por convenciones sociales extra económicas.

Es probable, asimismo, que el susto inicial de los ricos al contagio disminuya progresivamente en tanto estos se aseguren mejores mecanismos de seguridad sanitaria y acceso privilegiado a vacunas y tratamientos. En el mediano plazo podría pasar con la COVID19 lo que con la tuberculosis: ser una enfermedad de pobres, con las que lidiará el diezmado y precario sistema público y que eliminará a las personas que el capital no necesita más.

Y así como el miedo de los ricos se convirtió en un llamado desesperado al Estado a fortalecer su rol en la sociedad, el miedo de la población a contagiarse podría justificar a una autoridad central fuerte que acentúe sus rasgos represivos contra “los enemigos”: informales que no respetan protocolos, gente que protesta, críticos a las políticas de reactivación, etc. Los medios de comunicación ya tienen hoy ese tipo de discurso. No olvidemos que las crisis capitalistas engendraron el fascismo.

Estas podrían ser las tendencias inmediatas, por demás sombrías, si no se alteran las bases sociales de esta crisis. Por supuesto, la tecnocracia social y los políticos institucionales no podrán proponer nada que cuestione realmente esas bases, pues sus compromisos con ella son mayúsculos y minúscula su capacidad de ver más allá de esas condiciones.

Cualquier intento de salida de la crisis que sea en beneficio duradero de la mayoría de la sociedad, tendrá que tener, pues, una orientación anti-capitalista; es decir, socialista. Se puede discutir mucho sobre las acciones específicas que supondría tal orientación, pero lo cierto es que estaremos en esa senda cuando sea la masa del pueblo trabajador, conformada por aquellos que no tienen millones en las cuentas bancarias y reclaman el derecho a vivir con dignidad, la que decida el rumbo de la economía y la sociedad, poniendo en el centro el bienestar general.

Como toda crisis, los antagonismos de clase saltan a la luz. El peso que cae hoy sobre los trabajadores no es una abstracción ideológica, sino una realidad objetiva y salvaje, y será cada vez mayor en el corto plazo. Ahí, sin duda, hay una oportunidad para que los trabajadores tomemos conciencia de nuestros comunes intereses y nuestros comunes enemigos; y también de la urgencia de nuestro avance. Entonces sí hablaremos de una nueva convivencia. Entonces sí estaremos luchando contra el peor de los virus que nos amenaza y que no es un enemigo invisible.


Escrito por

omarcavero

Licenciado en Sociología y Magíster en Economía. Docente en la PUCP. Militante del Movimiento Socialista Emancipación.


Publicado en

Lo estamos pasando muy bien.

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